Con transmisión en directo por televisión, se
intensificó el atropello de principios elementales de la Justicia, se
abrió espacio para magistrados histriónicos y se llegó a sentencias
propias de un tribunal de excepción.
Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
Dirceu se transformó en blanco nacional de
la ira antipetista y antiizquierda.
Imagen: AFP
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Poco antes de las seis de la tarde del sábado, un avión de la
Policía Federal aterrizó en el aeropuerto de Brasilia llevando a los
condenados por el Supremo Tribunal Federal a empezar de inmediato a
cumplir las sentencias recibidas. Tres horas más tarde, fueron
conducidos a la Penitenciaria da Papuda. Entre los presos estaba la
heredera de un banco privado y un publicitario dado a prácticas
heterodoxas, para decirlo de alguna manera, a la hora de levantar fondos
para campañas electorales. Pero la imagen que importa era otra: la de
José Dirceu, quizás el más consistente cuadro de la izquierda brasileña,
y José Genoino, un ex guerrillero que llegó a presidir el PT de Lula da
Silva, llegando a la cárcel.
Termina así la etapa más estruendosa de un proceso que empezó, se
desarrolló y vivió todo el tiempo bajo intensa presión mediática. A lo
largo de meses, y con transmisión en directo por televisión, se
intensificó el atropello de principios elementales de la justicia, se
abrió espacio para que varios de los magistrados máximos del país
hicieran gala de su histrionismo singular, y se llegó a sentencias
propias de un tribunal de excepción.
Jamás se presentaron pruebas sólidas de que existió el mensalao, o
sea, la distribución mensual de dinero a parlamentarios de la base del
gobierno de Lula da Silva, para que aprobasen proyectos de interés del
Poder Ejecutivo. Lo que sí hubo –y de eso sobran pruebas, evidencias e
indicios– fue el repase de recursos para cubrir gastos y deudas de
campañas de aliados. Es lo que llaman en Brasil de “caja dos” –una
contabilidad irregular, al margen de la oficial–, y que es parte
intrínseca de todos los partidos, sin excepción, en cada elección. Es,
por supuesto, crimen previsto y pasible de sanciones legales, pero en el
ámbito del Código Electoral, y no en el del Código Penal.
La denuncia surgió en 2005, a raíz de una entrevista del entonces
diputado federal Roberto Jefferson, del PTB, aliado del primer gobierno
de Lula da Silva (2003-2007). Jefferson, poco o nada adicto a las normas
elementales de la moral y de la ética, quiso avanzar en recursos
públicos más allá de lo admisible por las elásticas y nunca escritas
reglas del juego político brasileño. José Dirceu, entonces todopoderoso
jefe de Gabinete de Lula, lo frenó. En represalia, Jefferson lanzó la
denuncia.
Ha sido el combustible perfecto para una maniobra espectacular de
los grandes conglomerados mediáticos brasileños, que desataron una
campaña casi sin precedentes. Resultado: la caída de Dirceu, y por
rebote, de otra figura emblemática del PT, su presidente nacional, José
Genoino.
Todo lo demás fue accesorio. Fulminar a Dirceu, devastar la base de
Lula, intentar destrozar su popularidad e impedir su reelección en 2006
eran, en verdad, el objetivo central.
Lula se reeligió en 2006 y eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, en
2010. Pero Dirceu se transformó en blanco nacional de la ira antipetista
en particular y antiizquierda en general. Estaba condenado, por los
medios, desde el primer minuto de la primera sesión del juicio en la
Corte Suprema brasileña. Los magistrados lo condenaron por una
innovación jurídica: en lugar de ser responsabilidad de la acusación
comprobar la culpa del denunciado, en el caso del mensalao le tocó a
Dirceu comprobar que no tenía la culpa de algo que no ocurrió.
Curiosamente, el primer denunciante, Roberto Jefferson, tuvo su
escaño suspendido por sus pares en la Cámara de Diputados precisamente
por no haber logrado comprobar lo que denunció. Anestesiada y conducida a
ciegas por un bombardeo inclemente y sin tregua de los medios de
comunicación, la conservadora clase media brasileña aplaudió el juicio
de excepción y las sentencias dictadas como si con eso se terminara la
corrupción endémica que atraviesa a todos –todos, sin excepción– los
gobiernos desde hace siglos.
Se pretendió –y se logró– transformar el juicio en una medida
ejemplarizadora de la Justicia. Ha sido la victoria de la gran
hipocresía. Dominado por magistrados cuya hipertrofia de sus respectivos
egos alcanza el estado terminal, a empezar por su presidente, Joaquim
Barbosa, el Supremo Tribunal Federal no se hizo tímido a la hora de
imponer innovaciones. La primera de ellas fue traer a su cargo un juicio
que, de respetarse la legislación y la misma Constitución, debería
darse en instancias inferiores, asegurando a los denunciados el derecho
de recurrir a las superiores. Algunos condenados, como Dirceu y Genoino,
pudieron, es verdad, presentar recursos en el mismo Supremo Tribunal.
Pero solamente para que se revisen parte de sus condenas, lo que podrá
asegurarles el derecho a cumplir sus penas en régimen llamado
semiabierto.
Nada de eso, en todo caso, importa: lo que importa es la imagen de
Dirceu y Genoino siendo llevados presos. Para el conservadurismo
brasileño, un regalo extraordinario. Basta con leer los titulares de la
prensa y ver lo que se exhibió en la televisión.
Ambos fueron presos políticos en la dictadura. Ambos son los dos primeros presos políticos en la democracia recuperada.
Colaborou Petrodinho e Kaiser